miércoles, 25 de marzo de 2015

POETAS ANDALUCES. VICENTE NUÑEZ



POETAS ANDALUCES
Vicente Núñez











Vicente Núñez  (Aguilar de la Frontera (Córdoba), 1926 - Aguilar de la Frontera (Córdoba), 2002). Estudió Bachillerato en Cabra (Córdoba), en Lucena (Córdoba) y en el Colegio de los Jesuitas del Palo, en Málaga. Pasó el Examen de Estado en la Universidad Central de Madrid, en 1947. Comenzó los estudios de Derecho en la Universidad de Granada que luego continuó en la Universidad de Sevilla. A partir de 1951 comenzaron a aparecer poemas suyos en diversas publicaciones. Entre 1953 y 1959 vive en Málaga, formando parte del grupo de poetas reunidos en torno a la revista Caracola. En el Tercer Congreso Internacional de poesía de Santiago de Compostela, celebrado en 1954, entra en contacto con los poetas del grupo Cántico, vinculándose a la estética de este grupo de poetas y colaborando en alguno de los números de la revista Cántico. Publica sus dos primeros libros de poemas en 1954 y en 1957.Durante un corto periodo vive en Madrid, donde colabora con la revista Ágora. En 1960 regresó definitivamente a Aguilar de la Frontera, su pueblo natal y tras largos años de silencio, justificados por la crisis que desencadena la muerte de su madre y la decepción del mundo literario que conoce durante su breve estancia en Madrid, volvió a publicar en 1980.En 1982 obtuvo el Premio Nacional de la Crítica de Poesía Castellana con su poemario Ocaso en Poley. En 1984 se le nombró Hijo Predilecto de Aguilar de la Frontera. En 1990 le fue concedida la Medalla de Plata de las Letras Andaluzas. Socio fundador del Ateneo de Córdoba fue nombrado Ateneista de Honor en 1990.Falleció en Aguilar de la Frontera, Córdoba, el 22 de junio de 2002.En mayo de 2002 le fue otorgada la Medalla de Oro del Ateneo de Córdoba y el mismo año, ya fallecido, y a título póstumo, se le concedió el Premio Andalucía-Luis de Góngora y Argote de las Letras.



Obra Literaria
Poesía
Elegía a un amigo muerto. (1954)
Tres Poemas ancestrales. (1955)
Los días terrestres. (1957)
Poemas ancestrales. (1980)
Ocaso en Poley. (1982).
Cinco epístolas a los Ipagrenses. (1984)
Teselas para un mosaico. (1985)
Sonetos como pueblos. (1989)
Himnos y texto. (1989)
La cometa. (1989)
La gorriata. (1990)
Rojo y sepia. (1987, publicado en 2007)
Aforismos
Sofisma. (1994)
Entimema. (1996)
Sorites. (2000)
Nuevos sofismas. (2001)
Prosa
Teoría del acto. (1989)
El suicidio de las literaturas: ensayo, crítica y otros textos (1952-1999) (2002).









“El látigo en los labios”
Un diálogo real con Vicente Núñez realizado poco antes de su muerte.
Jesús Ferrero 
—En un lugar de La Mancha que ya no pertenece a La Mancha, es decir: en Madrid, conocí el extremo dolor, Jesús, lo conocí. Pero eso quedó en el pasado, que es la región de la muerte. En cuanto volví a Andalucía volví a recobrar el extraño y familiar sabor de la vida.
Así me hablaba en Aguilar de la Frontera el poeta Vicente Núñez poco antes de su muerte, y bien puedo decir que su personalidad sibilina, unida a un casi inconcebible sentido de la hospitalidad, dejaron en mí una huella imborrable que me va a acompañar siempre, por eso me veo ahora en la necesidad de trasmitir el complejo mensaje que me legó en varias horas de intensa conversación con él.
Nada más llegar a Aguilar de la Frontera, encontré al poeta en su taberna habitual: un establecimiento frecuentado por los hombres del pueblo, en una esquina de la plaza mayor. Los que hayan estado allí reconocerán que es una de las plazas más originales y extrañas de Andalucía. Se trata de una edificación octogonal y alucinantemente blan­ca, que se abre al visitante como un mandala, y que desconcierta mucho a la mirada, en parte porque, tratándose de plazas, la mirada está mucho más habituada a los cuatro lados que a los ocho. Ocho lados resultan una exageración que tiende a desorientar. Vicente Núñez lo explicó mejor en un poema, donde viene a decir que esos ocho lados “ya sólo apuntan a un exceso, a una febril idea métrica. Ya sólo tienen una insólita meta radical: equivocarse.” Equivocarse o equivocarnos, haciendo que de pronto nos sintamos en un lugar que de tan sorprendente parece un no lugar.
Y bien, bajo los arcos de esa plaza, en la taberna que ya menté, hallé sentado a Vi­cente Núñez. Su aspecto era el de un personaje alejandrino y kavafiano, trasportado a la campiña cordobesa, caracterizada por la amable sucesión de las colinas de color ám­bar gris, llenas de vides y olivos. Vicente iba bien peinado, llevaba una chaqueta oscura y varios anillos de oro blanco en una mano, y fumaba innumerables cigarrillos negros, de factura española. Su voz, honda y quebrada, retrataba a un fumador empedernido y a un notable bebedor, pero también a alguien que sabía hablar al mismo tiempo (y entrelazando dos registros enemigos) desde la lucidez de la experiencia y desde el calor de un corazón tragicómico, dotado de un sentido del humor muy irónico, que le permi­tía usar la lengua como un látigo finísimo, y nunca como una tralla. Nobleza obliga.
Una de las primeras sentencias que formuló Vicente en aquella taberna ubicada en el interior de un octógono fue bien simple:
—La fama es infamia.
Supe que había algo parecido a un autorretrato invertido en esa formulación. Cono­cía pocos poetas tan poco famosos como Vicente. Cualquier miserable perpetrador de cuatro versos tristes era más conocido que él. En cualquier lugar, en cualquier provincia dejada o no de la mano de Dios, cierto, pero también en Madrid y Barcelona, podías en­contrar a cientos de personas y personajes exhibiendo sus libros de versos o sus novelas, componiendo, todos juntos, un himno aburridísimo a la falta de sustancia, que viene a ser casi el único argumento de nuestra época, donde ya siempre la fama es indicio de infamia. Por razones que él me explicó con precisión y a la vez con vaguedad, Vicente se retiró a su pueblo y renunció a cualquier forma de relación con la fama, y en parte tam­bién con la infamia, tras un período en Madrid en el que su entrega al amor le produjo una honda corrosión. Daba la impresión de que se había sentido sin suelo y sin aliento.
Desde entonces habían sido raras las ocasiones en que había dejado su pueblo, cir­cunstancia bien rara en una persona como Vicente, de sexualidad filogriega. Luego me comentó que a él no le gustaban los efebos de la época clásica. No, a él le gustaban los muchachos de tipo mi­noico. Resultaba sorprendente su afirmación. Vicente no me hablaba del Hermes de Praxíteles o del Discóbolo de Mirón, me hablaba de los kuros de la escultura arcaica, que podían conducirnos a Creta, cierto, pero también a Micenas. Y qué duda cabe que quien haya visitado el Mu­seo Nacional de Atenas habrá observado que los Apolos de la época arcaica resultan más misteriosos, y probable­mente también más bellos, que los del clasicismo, de un idealismo tan calibrado.
Durante un buen rato, Vicente estuvo explayándose en lo que él entendía por “dimensión minoica”. Esa alegría de vivir, ese esplendor gozoso de los cuerpos que todavía nos trasmite la pintura cretense era lo que de verdad le conmovía.
Algunos meses antes, Vicente había padecido una trombosis, y caminaba con cierta dificultad, circunstan­cia que le humillaba bastante, aunque lo llevaba con toda la dignidad que le quedaba en el cuerpo, y le quedaba mucha. Le quedaba tanta que hasta podía derrocharla, y con una generosidad que sólo puedo considerar inaudita (a Vicente le gustaba mucho ese adjetivo) fumó y bebió todo lo que quiso.
Recuerdo que nos dirigíamos desde la taberna al res­taurante cuando Vicente comentó: —Si me cortaran las piernas me quedaría más ligero de piernas. Apreciación irrefutable. El poeta, que no secundó nuestras risas, me susurró al oído:
—Y lo más grave es que me las han cortado.
—¿Quiénes?
—Los cortos que cortan las piernas de los largos. Los cortos que cortan y cortan. He levantado mi tienda de amor entre animales —añadió, y se echó a reír a carca­jadas.
En el restaurante seguimos bebiendo. ¡Y qué vino! Un fino glorioso que nos fue elevando hacia sinceridades cada vez más densas y más elementales. Entonces Vi­cente murmuró:
—Es una maldición haber creído tanto en las palabras. Se puede caer en la tentación de la verdad, pero nunca en la de las palabras. Las palabras deben ser azotadas.
No otra cosa venía haciendo Vicente desde hace años con sus “sofismas”, algunos ya muy famosos entre sus amigos.
Como en toda conversación larga y sostenida, hubo un momento en que nos callamos, buscando el reposo de la mente y los sentidos. Vicente volvió a llenar las copas de oro líquido y dijo:
—El silencio es corpóreo.
Con lo que me venía a indicar que las palabras no lo eran, o que lo eran menos. Para que lo fueran, había que tensarlas como él las tensaba en sus mejores poemas, “había que ponerlas en juego”, como me vino a decir. Se­gún Vicente, las palabras servían más para ponerlas en juego (retorciendo y trastocando lo que nombraban) que para comunicar. Y es que, según me dijo, la sintaxis era “la forma en movimiento”, pero no el fondo, que sólo po­día agitarse (o al que sólo veíamos agitarse) “cuando el lenguaje se convertía en un látigo”.
Yo seguía callado, pensando en lo que acababa de de­cirme cuando, completando y a la vez contrariando mis pensamientos, Vicente añadió:
—No hay que fiarse de las palabras pero tampoco del silencio.
—¿Por qué?
—Porque es un perro hambriento.
Gloriosa definición que el poeta remató diciendo:
—Un perro hambriento el silencio, y las palabras pira­ñas. Nada es del todo verbo. Más abajo, nos habla otro silencio: algo que aparece detrás de un tiempo muerto, algo que grita desde el ser cuando callamos.
Me dejó temblando y durante un rato sus palabras re­sonaron en mi cabeza como dictámenes. Tras el almuerzo, lleno de manjares cordobeses, continuamos hablando y bebiendo, mientras se iba acercando el atardecer. El cielo empezaba a enrojecer cuando nos dirigimos a su casa en el automóvil de un amigo. Mientras íbamos en el coche, Vicente parecía feliz. Se veía que el vino le había sentado bien. En muchos aspectos, estaba haciendo una apuesta, en muchos aspectos, estaba jugando con la muerte. Cir­cunstancia que lo convertía en una encarnación clara de la sentencia “genio y figura hasta la sepultura”.
Finalmente llegamos a su casa, que me pareció un co­fre lleno de ecos que me conducían al mundo de Vicente Núñez y al de su poesía. Tras una celosía, se veía un pe­queño jardín cautivo, de una frondosidad desconcertante, que le daba una profundidad que no tenía. Luego estaba el cuarto donde trabajaba, y cuya ventana daba a la calle. Una de las paredes la llenaban los anaqueles repletos de libros. En las otras había cuadros. Las imágenes religiosas y de familia se mezclaban con los retratos de Rimbaud y Baudelaire, en un ambiente andaluz, barroco y acogedor, dominado por el cromatismo cálido.
Vicente se sentó junto a la mesa camilla, se quitó la dentadura que le venía doliendo todo el día, se relajó, y encendió un nuevo cigarrillo. Fue uno de los momentos más extraños del día. Nos quedamos solos en su cuarto. Miento. Un perro ladró al fondo del pasillo y desapareció en las sombras. Entonces Vicente me estuvo hablando del vértigo.
Me asombró que no identificara el vértigo ni con el tiempo ni con el espacio, ni con las alturas ni con las profundidades. El vértigo, según él, podía ser un olor, un sabor, una mirada y hasta una palabra bien dicha y bien dirigida al centro del seso y al centro del corazón.
No mucho después me incorporé, le di un fuerte abra­zo y salí de su casa. Afuera me esperaba un automóvil que me fue conduciendo hasta Córdoba a través del en­carnado y ennegrecido atardecer que, ayudado por la luz de la luna llena, recortaba con nitidez, sobre un horizonte lleno de fiebre, las colinas amablemente grises de la alta campiña.
Nunca más volví a ver al poeta.
Que la tierra le sea leve.




POEMAS

ANTINOMIA
¡Si a víctima me alzaras
en la cruz de tus brazos…!
pero yerras y aún vivo


CÁNTICO
El que pasa ignorado por los arcos del mundo.
El que extiende en el suelo su clámide de oro.
El que aspira en el bosque rumor de la lluvia
y olvida su cuidado debajo de los sauces.
El que besa tus brazos y tiembla y se transforma
a pesar del embate de todo y de sí mismo.
El que a tu sombra gime como trémula gema.
El que pasa, el que extiende, el que aspira y olvida.
El que besa, el que tiembla y se transforma. El que gime.



MINIMUN ELIGENDUM
¿A tan túpida tapia y agria rosa,
a tanta altura;
a tu veneno obsceno, a tu dulzura;
a tanta fosa
y desventura
me invitas a escalar? Qué corta cosa,
y casi impura.
¡A todos tu hermosura, a la estatura
de la muerte, esposa
de tus cosas,
tus fosas y tus rosas.


XXVI
Huyendo de Sodoma,
en un tren detestable,
le susurré a Descartes – que venía conmigo –
que el mejor de los métodos
era el uso obsesivo de la andróminia.



XXX
A gusto de ninguno
resultó el testamento
La codicia se olvida
de lo que llaman última
voluntad del difunto.
Al salir del notario,
distéis cabal medida
de lo que siempre fuisteis:
testigos de un granuja.



VIAJE AL RETORNO

Et j’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir
Arthur Rimbaud
Yo era un maya cuando partí de Palos.
El mar. Oh gran presagio
en la noche tendida entre los barriles
y las lonas de los abastecedores del puerto.
Mi ajorca de metal poseía ya un nombre,
oh América de seda.
Aún recuerdo el olor de las ropas embreadas,
el poderoso arranque de las cabrias
cantando en la hermosura
de los músculos todavía no míos.
Y desobedecí entonces las advertencias
de mi cobardía y entonces desnudo
el himno de los cóndores
de mi corazón, que se alzaron de júbilo.
Toda mi miserable sabiduría de códices,
de estameñas y claustros,
se desplomó en añicos ante las rojas vidrieras
de Camagüey y Acapulco,
en los rudos collares de la gran ceremonia.
¿Qué fulgor delirante construía mi sangre?
¿Quién me corona y recibe de tal forma
que recobro mi doncellez?
Oh Ruben, y Amado, y Pablo;
Cómo recuerdo vuestro abrazo de pedernal y colibríes,
el café tan amargo en los tugurios
de nueva York y de Río,
el vino de la concordia en el México ácido
de Emilio y de Cernuda,
que nos sabía a Berceo
en el cáliz doliente de Vallejo y de Bécquer.
¿Y Federico y Gabriela con bufandas de anémona;
y Juan Ramón y Borges,
semejantes a inmensas obsidianas de Whitman?
Porque no había más tierra para nosotros que América,
ya no tuve otro límite
que el de mi corazón encadenado
en la bodega de su cumplimiento.
Eran los pájaros. Te conocí en la playa
como un Rey adolescente de oro cincelado,
yo que creía que el mundo no era mío.
oh luz anterior a la luz vista.
Ciego no está quien al besar la tierra
recobra la mirada,
quien su lepra sumerge como un dios en las aguas
ocultas y sagradas de los cocos;
quien, tras largos destierros,
encuentra el paraíso perdido y la aventura.
Ciego no fui porque fui visto.
Tu joven madre nos ofreció viandas
y adornos. Y respiré la brisa de Sevilla.
Me preguntabas por mis hermanas,
por las tiendas de Córdoba,
por Granada e Ipagro.
Y te expliqué en idioma de rosas y lebreles
nuestras antiguas tardes por los campos de Soria;
el viejo nombre de los árboles mágicos,
del caranday y de la ipecacuana,
y el hechizo secreto de las reales savias
que abrasan como hogueras ancestrales y súbitas.
Tu has descubierto mi cuerpo
que vivía sin alma.
¿Qué hacía yo entre los traductores de Toledo
si las fiestas de Cuzco me aguardaban
entre relojes y candelabros?
La memoria es mi estandarte,
y ella me condujo hasta el templo
de la posesión. Noches medievales
de invierno, casa lóbrega,
silla y arado: América.
No habléis alto, que despierta
el grumete de mis tribulaciones
en la desesperanza de su ensueño.
Porque en la sabiduría de las estrellas
estaba el único camino. Y desde su campamento
oí la voz inextinguible de los míos.


MI AMIGA
Ríndete ya, puesto que toda
tu tardanza te ha convertido
en un ser disperso. Apura
hasta el último sorbo
los opacos e hirientes
cristales de la tarde
sé correcto con ella,
pues la esperaste sin desmayo.
Es la muerte, tu amiga
vestida de violetas.


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